El casus belli de la Primera Guerra Púnica
En el año 264 a.C. una delegación de Mesina acudió al Senado romano para solicitar protección. La respuesta que Roma dio a aquella delegación marcaría toda la Historia de Occidente. Los propios senadores eran conscientes de la importancia del momento. Ante ellos tenían el primer “rubicón” con que se encontraría la Historia de Roma. Traspasar esa línea era lanzarse a una aventura de proporciones desconocidas. Retraerse podía significar una cobardía imperdonable.
En poco más de un siglo, Roma se había convertido en una potencia temible. Hacía pocos años que había completando su proceso de anexión de la península, alcanzando su límite meridional. Cartago, en cambio, llevaba siglos ejerciendo su influencia en el Mediterráneo, y se disputaba el dominio de Sicilia con los griegos de Siracusa.
La llegada de los romanos hasta la punta de la bota no dejó indiferentes ni a griegos ni a púnicos. Hacía tiempo que observaban con recelo el crecimiento de la potencia vecina, viendo cómo su sombra se agigantaba de año en año. Todos sabían que, antes o después, Roma daría el pequeño salto que le separaba de la isla. Lo único que faltaba por saber es cuánto tardaría en hacerlo y cuál sería la ocasión propicia para ello.
Pues bien, la ocasión parecía tocar a su puerta. Ser invitada a intervenir en sicilia por una de sus ciudades era más de lo que Roma podía resistir. El problema era que la invitación provenía de gente no muy respetable o, para ser más exactos, absolutamente impresentable, incluso para los estándares de la época. ¿Quienes eran, pues, los habitantes de Mesina?
Se trataba de un grupo numeroso de mercenarios, procedentes de Campania (la región de Nápoles), que hacía años habían guerreado en Sicilia al servicio del tirano de Siracusa, hasta que, en un momento dado, se quedaron sin trabajo. Muchos se volvieron a Campania, pero otros decidieron permanecer en Sicilia. Los antiguos habitantes de Mesina los acogieron dentro de los muros de su ciudad, quizás con la intención de beneficiarse de sus servicios de seguridad. Pero al cabo de un tiempo, los mercenarios se impacientaron y se revolvieron contra sus huéspedes: en una noche, mataron a casi todos los hombres, se repartieron a sus mujeres y expulsaron a los supervivientes. Los nuevos dueños de Mesina fundaron una ciudad pirata, que durante más de 20 años se dedicó al saqueo, devastación y pillaje de todo lo que se encontraba a su alcance, tanto por mar como por tierra. Se llamaban a sí mismos “mamertinos”, porque rendían culto a Mamers, nombre osco de Marte, dios de la guerra.
Una actuación similar de un grupo de soldados en la vecina ciudad de Regium, al otro lado del estrecho, había provocado una reacción terrible de Roma que, depués de sitiar la ciudad, apresó a los 300 supervivientes y los condujo a Roma, para azotarlos y decapitarlos en el Foro Romano, a la vista del pueblo.
Ahora, los mamertinos de Mesina solicitaban la ayuda de Roma porque Siracusa, harta de sus desmanes, había decidido acabar con el núcleo pirata, y los tenía acorralados. Para el senado romano, la cuestión presentaba un dilema tan complicado que fue incapaz de tomar una decisión.
Por un lado, ardían en deseos de intervenir en Sicilia, y la ocasión era demasiado buena para desaprovecharla. No solamente suponía una gran oportunidad para Roma entrar en la isla, sino un gran peligro dejar de hacerlo, pues si los púnicos se hacían con el control de Mesina (los mamertinos, por si acaso, también habían solicitado su ayuda) podían amenazar la seguridad del Sur de Italia, recién incorporada a Roma. Pero, por otro lado, resultaba una grave incongruencia moral para los honorables senadores acudir en auxilio de los facinerosos de Mesina, poco después del castigo ejemplar que habían impuesto a Regium por motivos similares.
La delegación de mamertinos esperaba una respuesta, y los Senadores no sabían si debían decapitalos en el Foro, como merecía su conducta, o condecerles la ayuda que solicitaban, como convenía a los intereses de Roma.
Así que trasladaron la responsabilidad al pueblo romano, que fue convocado en los comicios. El pueblo, hábilmente manipulado por las promersas de un fácil botín, votó favorablemente, y Roma envió, por fin, dos legiones a Mesina. Cruzar su particular “rubicón” no les resultó tan sencillo como a César dos siglos después, porque en este caso el estrecho se hallaba vigilado por la flota púnica. Pero consiguieron hacerlo aprovechando la oscuridad de la noche.
Apenas puso Roma el pie en Sicilia, el avispero de la isla se agitó. Acababan de ponerse en marcha los mecanismos que harían de Roma la mayor potencia de la Antigüedad.
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