Peculiar Odisea de los soldados romanos
Cuando terminó la batalla de Cannas, la más severa que encajó Roma en toda su historia, los supervivientes del bando derrotado se habían dispersado. Unos pocos habían huido a caballo con el cónsul Terencio Varrón y habían llegado hasta Venusio. Muchos, contusionados por las heridas, se alejaban del escenario de la batalla, con la esperanza de encontrar algún medio de volver a Roma. Como era habitual, sin embargo, la mayoría se había refugiado en el campamento romano, donde se habían unido a la guarnición que lo había custodiado durante la batalla.
La primera noche después de la masacre, 10.000 soldados se concentraban en el campamento mayor y 7.000 en el más pequeño. Eran una multitud medio desarmada, sin jefes, agotados o malheridos tras la batalla y con la moral destrozada, pensando que la República se perdía sin remedio.
En mitad de la noche, los del campamento mayor enviaron un emisario a decir a los otros que pasaran al suyo para intentar huir todos juntos, aprovechando que los cartagineses se hallaban entregados al sueño, rendidos de cansancio o embotados por las comilonas de celebración.
Pero el espacio entre ambos campamentos se hallaba lleno de enemigos, y muchos no querían exponerse de ese modo, prefiriendo permanecer a resguardo tras la empalizada. Según cuenta Tito Livio, el tribuno Publio Sempronio les insistía una y otra vez:
¿Preferís entonces ser capturados por el más cruel de nuestros enemigos, y que se ponga precio a vuestras cabezas? ¡No seáis insensatos! Antes de que nos sorprenda el día, salgamos bruscamente y abrámonos paso, ahora que están desorganizados y desprevenidos. A fuerza de hierro y audacia se puede abrir brecha incluso entre enemigos en formación cerrada, ¡cuánto más ahora que no se lo esperan! Venid conmigo, por tanto, los que queréis salvaros a vosotros y a la República.
Tras lo cual, desenvainando la espada, formaron una cuña y consiguieron pasar unos 600 hombres al campamento mayor. Desde allí, incorporándose a otro gran grupo, llegaron a Canusio sanos y salvos.
En esta ciudad se fueron congregando otros grupos de fugitivos, llegando a reunirse 10.000 hombres, que fueron recibidos dentro de las murallas y distribuidos por familias para acogerlos cordialmente y atenderlos. Los canusinos les suministraron vestidos, armas y provisiones.
Los principales oficiales que habían llegado a Canusio eran cuatro tribunos militares. Entre ellos estaba Publio Cornelio Escipión, que contaría entonces 19 años, y que tres lustros después llegaría a convertirse el gran héroe de aquella guerra, vencedor de Aníbal y salvador de la patria. Tito Livio está dispuesto a hacerle protagonista ya desde el principio, atribuyéndole el siguiente episodio.
Estaban deliberando los cuatro tribunos con un pequeño grupo en reunión consultiva, para analizar la situación en conjunto y tomar decisiones. De pronto uno de los nobles, hijo de un antiguo cónsul, les replicó que estaban creando vanas expectativas, que la república no tenía salida y que ya se habían hecho las lamentaiones por ella. Algunos jóvenes de la nobleza, dijo, hablan ya de abandonar Italia por barco y buscar refugio en la corte de algún rey extranjero.
Esto llenó a todos de estupor, pero Publio Cornelio reaccionó lleno de furia: ¡Los que quieran que la República se salve, que empuñen las armas y me sigan! Donde se piensan este tipo de cosas es donde de verdad hay un campamento enemigo.
Y seguido de unos cuantos hombres entró donde se hallaban los jóvenes que planeaban desertar. Desenvainando su espada dijo:
Juro por mi conciencia que lo mismo que no abandonaré la república del pueblo romano, no consentiré tampoco que la abandone ningún otro ciudadano. Si falto a mi juramento, que Jupiter Optimo Máximo haga que la mayor ruina alcance a mi persona, a mi familia y a mi hacienda.
Exijo que todos vosotros realicéis ahora mismo este juramento. El que no lo haga, que sepa que esta espada está desenvainada contra él.
Aterrados como si estuvieran viendo a Aníbal, todos realizaron el juramento, y después fueron puestos bajo vigilancia.
Al cabo de unos días, los de Canusio se enteraron de que el cónsul Terencio Varrón se había salvado y se encontraba en Venusio con 4.500 soldados. Enviando un mensajero, le informaron de las tropas y mandos que se hallaban en Canusio, diciéndole que esperaban sus órdenes. Finalmente, Terencio Varrón se dirigió con sus tropas a Canusio, juntando entre ambos grupos de supervivientes tropas suficientes para formar todavía una legión, de las ocho iniciales.
Mientras tanto, la angustia reinaba en Roma. "Jamás fue tan acusado el pánico y la confusión dentro de las murallas sin haber sido tomada la ciudad -dice Tito Livio. Por eso, me rendiré a la dificultad y no intentaré contar lo que empequeñecería al exponerlo. Cualquier otro pueblo hubiera sucumbido aplastado por tamaño desastre".
Todavía no conocían siquiera la existencia de un grupo de supervivientes. Lo único que se sabía es que el mayor ejército que Roma había reunido jamás había sido aniquilado, y que muchas ciudades de Italia se estaban pasando al bando enemigo.
Los pretores convocaron al Senado en la Curia para estudiar la defensa de la ciudad. Nadie dudaba de que, después de destruir los ejércitos, Aníbal atacaría Roma, la única operación militar que le faltaba por completar. Pero era difícil encontrar serenidad para tomar decisiones, pues el tumulto y la confusión reinaban en toda la ciudad. Al no haberse hecho público quiénes estaban vivos y quiénes muertos, se los lloraba a todos indistintamente. En casi todas las casas había algún afectado, y el clamor de los lamentos era ensordecedor.
Por fin, decidieron enviar jinetes ligeros por la Via Apia y la Latina, en búsqueda de supervivientes dispersos que aportaran alguna noticia: qué había sido de los cónsules y de los ejércitos, si quedaba en pie algún contingente de tropas, adónde se había trasladado Aníbal, cuáles eran sus intenciones...
Para que nadie abandonara la ciudad en ese momento crítico apostaron centinelas en sus puertas. Ningún romano debía esperar salvación de ningún tipo, fuera de la que hallarían defendiendo a muerte las murallas.
Por último, decidieron acabar con el tumulto en la ciudad. Terminada la reunión, los propios senadores se dispersaron por todas direcciones para reprimir las lamentaciones de las familias e imponer el silencio. Los lamentos debían recluirse en el interior de las casas, lejos de los lugares públicos.
En Cannas, los que habían decidido permanecer en el campamento antes que afrontar los peligros de la huida, tuvieron un mal final, como les había vaticinado el tribuno Sempronio. Para Aníbal, acabar con la resistencia de los dos campamentos fue poco más que un juego de niños.
A los soldados que no eran romanos sino aliados de Roma, después de dirigirles unas palabras amables, les permitió regresar libremente a sus hogares. Aníbal les recordaba, como había hecho desde que invadió Italia, que él venía a liberarlos del yugo romano.
A los 8.000 romanos que había entre ellos también les dirigió un elocuente discurso, asegurándoles que él no luchaba para destruir Roma, sino “por el honor y el poder”, para poner fin a las limitaciones continuas que Roma imponía a Cartago. Pero a éstos los tomó prisioneros y fijó el precio que debería pagar Roma por su rescate. Luego les permitió escoger libremente a 10 de ellos para dirigirse al Senado y exponer las condiciones de su liberación. A estos diez los dejó marchar sin otra garantía que el juramento de que volverían, fuera cual fuera la decisión del Senado.
Llegados al Senado los diez prisioneros, su portavoz habló a los senadores en estos términos:
Padres conscriptos, todos nosotros somos conscientes del desprecio con que nuestra ciudad suele tratar a sus prisioneros. Pero pocas veces cayó en manos del enemigo otros que merecieran tanta consideración como nosotros. Pues si entregamos las armas no fue por cobardía, sino después de un duro combate, que se prolongó casi hasta la noche, manteniéndonos en pie sobre montones de cadáveres.
Y cuando al final del día nos retiramos al campamento, agotados por el esfuerzo y las heridas, aún seguimos defendiendo la empalizada hasta el día siguiente. Sólo cuando nos cortaron el acceso al agua y ya no teníamos ninguna posibilidad de abrirnos paso entre las filas enemigas, nos pareció que no era ningún crimen que sobreviviera algún soldado romano a la batalla de Cannas.
50.000 cadáveres de los nuestros cubren los campos de Cannas, y sólo logramos sobrevivir aquellos que el enemigo no degolló porque se le acabaron el hierro y las fuerzas. Entre nosotros hay también quienes ni siquiera estuvieron en el campo de batalla ni tuvieron parte alguna en la derrota, por haberse quedado de retén en el campamento para su custodia.
No es que quiera que nos ensalcen a nosotros por encima de otros, pero tampoco que se anteponga en mérito a los que huyeron del frente de batalla, y no pararon de correr hasta que no estuvieron en Venusia o Canusio. Podéis echar mano de ellos, soldados buenos y valientes, tanto como de nosotros. Y tened la seguridad de que el haber sido rescatados nos hará más prontos en el servicio a la patria.
Hemos sabido que estáis movilizando a gentes de toda edad y condición, y que están siendo armados ocho mil esclavos. Nuestro número no es inferior, y no puede suponeros un precio más alto rescatarnos a nosotros que comprarles a ellos.
Debéis tener en cuenta una última cuestión, y es que no estamos en manos de un hombre como Pirro, que trató a sus prisioneros como a huéspedes, sino de un bárbaro, cartaginés, en quien es difícil decidir si predomina la barbarie o la crueldad. Si viérais las cadenas, la sordidez y la desfiguración de vuestros compatriotas, su aspecto os impresionaría tanto como si viérais a vuestras legiones caídas en las llanuras de Cannas.
Podéis ver las lágrimas y la angustia de nuestros parientes, apretados de pie en el vestíbulo de esta Curia, esperando vuestra respuesta.
Si no somos rescatados por vosotros, aunque el propio Aníbal quisiera mostrarse benigno y dejarnos libres, de nada nos serviría ya la vida si os parecemos indignos de que nos rescatéis. ¿Regresaríamos a la patria siendo ciudadanos a los que no se ha valorado en 300 denarios?
Cuando terminó de hablar, de la multitud que estaba en el comicio se alzó un clamor lastimero. Extendían las manos hacia la Curia, suplicando a los senadores que les devolvieran a sus hijos, hermanos y parientes.
Entre los senadores había disparidad de pareceres. Unos proponían rescatarlos con dinero público. Otros decían que no, pero tampoco impedir que fueran rescatados por sus familiares. Entonces se levantó un senador de carácter inflexible, de una rigidez a la antigua, invitando a sus colegas a atenerse a la tradición de la ciudad de no tener consideración con los prisioneros, lo que es imprescindible para la disciplina militar. Y acusó a los presentes de haberse comportado cobardemente por no haber intentado la huida, como les fue aconsejado durante la primera noche.
Publio Sempronio -les dijo- os exhortó incesantemente para acompañarle, mostrándoos el camino de retorno a la patria, junto a vuestros padres, esposas e hijos. Pero os faltó el coraje. Si ni siquiera el ejemplo de los 50.000 que cayeron junto a vosotros aquel día fue suficiente para infundiros valor, ninguna otra cosa lo hará.
Debísteis echar de menos a la patria cuando aún erais libres y teníais todos los derechos ciudadanos. Tarde la echáis de menos ahora, cuando habéis perdido vuestros derechos civiles y os habéis convertido en esclavos de los cartagineses. No conseguiréis recuperar con dinero la posición que perdísteis por vuestra cobardía.
Terminados los discursos, se procedió a la votación, ganando la postura más severa por un pequeño margen de votos. Aunque la mayoría de los senadores tenían relación de parentesco con algún prisionero, no sólo se negaron a pagar el rescate, sino que prohibieron a los ciudadanos pagar rescate alguno por sus familiares.
Aníbal no podía cargar con ellos, de modo que fueron vendidos como esclavos y el resto fue ejecutado. (Muchos se encontraban años después en Grecia como esclavos, y fueron liberados por el cónsul Flaminio).
El cónsul Terencio Varrón, al mando de las tropas de Canusio, fue llamado a Roma y reemplazado en el mando, no volviendo a dirigir jamás una batalla. Cuando se hallaba cerca de la ciudad, a pesar de la grave responsabilidad que le tocaba en el desastre, una gran afluencia de todos los estamentos sociales salió a recibirle y darle las gracias por no haber perdido las esperanzas en la república. “Si hubiera sido un general cartaginés -apostilla Tito Livio- no se le habría ahorrado ningún suplicio”. Efectivamente, muchos generales cartagineses eran crucificados cuando regresaban a su patria después de una derrota, ninguna de ellas comparable a la de Cannas.
Con las tropas que se reunieron en Canusio se formaron dos nuevas legiones. Por haber abandonado el campo de batalla, el senado les castigó con el destierro de Italia y la requisa de la paga, y les impidió darse de baja, todo ello hasta que Aníbal fuera expulsado de la península. Fueron destinados a combabir en Sicilia, donde permanecieron luchando durante años.
El año 213, tres después de la batalla, los veteranos de Cannas consideraban que ya habían cumplido la pena impuesta por el Senado y enviaron una delegación formada por los soldados más valientes y aguerridos ante el cónsul Marcelo. Argumentaban, con toda razón, que era injusto que ellos continuaran desterrados de Italia cuando el propio cónsul de entonces, Varrón, y muchos tribunos y oficiales también presentes en Cannas habían sido readmitidos en la ciudad e incluso ocupaban puestos de responsabilidad en el ejército y en la república. Marcelo aceptó interceder por ellos ante el Senado, pero una vez más sus peticiones fueron denegadas, y los veteranos de Cannas siguieron combatiendo en Sicilia.
Por fin, el año 204 llegó a Sicilia Publio Cornelio Escipión con intención de preparar la invasión de Africa y atacar directamente a Cartago. Los veteranos vieron en él al hombre que podría poner fin a su ignominioso castigo. Escipión, que había participado como ellos en la derrota, se había convertido en el más brillante general de Roma, alcanzando la gloria y el honor que a estos hombres se les negaba. Y vio en estos hombres, los soldados más experimentados con que contaba Roma, unas tropas de élite en las que podía confiar para vencer por fin a Aníbal, cosa que hizo en la batalla de Zama que puso fin a la Segunda Guerra Púnica. De este modo, los veteranos de Cannas vengaron aquella derrota y pudieron regresar a su patria en el año 202.
Cfr. Tito Livio XXII 50-61
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